
El papa Francisco llegó el 13 de marzo de 2013, hace ya doce años, y su irrupción en la escena mundial quedó marcada por un simple pero poderoso “buenas noches”. Ese saludo inaugural, cargado de una humildad desarmante, ya anticipaba un cambio profundo y revolucionario.
Desde aquel día, Jorge Mario Bergoglio asumió la conducción de la Iglesia y emprendió un camino valiente, abriendo las puertas a “todos, a todos, a todos”, sin preocuparse demasiado por ese sector del catolicismo reticente a las transformaciones. Lo hizo luego del impacto que provocó la histórica renuncia de Benedicto XVI, pero fue capaz de mirar hacia adelante con una decisión que pocos imaginaban posible, recuerda la agencia ANSA.
Nacido en Buenos Aires el 17 de diciembre de 1936, hijo de inmigrantes piamonteses, Mario, su padre, trabajaba como contador en los ferrocarriles, mientras que su madre, Regina Sivori, se dedicaba a la crianza y educación de sus cinco hijos. Tras graduarse como técnico químico, optó por el sacerdocio e ingresó al seminario.
En 1958 inició el noviciado en la Compañía de Jesús, lo que marcó el comienzo de una extensa trayectoria de servicio en la Iglesia. Con el tiempo, llegó a ser cardenal arzobispo de Buenos Aires y, desde 2013, el Papa número 266 de la Iglesia Católica.
Su pontificado se distinguió por abrir las puertas a los divorciados, a los homosexuales, y por reivindicar el rol de la mujer en la Iglesia, otorgándole un lugar que durante siglos estuvo reservado solo a los cardenales. A eso se sumó su impulso a una Iglesia “en salida”, comprometida con los más vulnerables: los migrantes, que ocuparon un lugar prioritario en su mensaje, y los pobres. Inspirado en ellos eligió un nombre inédito entre los Papas: Francisco, como el santo de Asís, otro revolucionario en su época, sintetiza la agencia ANSA.
Fue el primer Papa en llevar ese nombre, pero también el primero jesuita, el primero americano y el primero no europeo en más de mil doscientos años. Llevó hasta Roma la experiencia de una Iglesia comprometida con los más olvidados de las villas y barrios postergados de Buenos Aires. Las “periferias”, tanto geográficas como existenciales, definieron el tono de su pontificado.
Rechazó instalarse en el Palacio Apostólico y eligió vivir en la Casa Santa Marta. Renunció a la pompa litúrgica, desafió tradiciones arraigadas y designó como cardenales a pastores que trabajaban en los lugares más recónditos del planeta, desde Mongolia hasta Papúa Nueva Guinea. “Lavemos los pies de los presos, de los migrantes, de los transexuales, y hagamos que el espacio vaticano se convierta en un refugio acogedor para tantas personas sin hogar en Roma”, propuso.
El pueblo fue siempre el motor de su papado, y nunca escatimó esfuerzos. Ni siquiera ahora, a sus 88 años, enfrentando los achaques de la edad. Llevaba casi dos meses con una bronquitis que le dificultaba hablar y lo dejaba sin aliento. Sin embargo, siguió adelante y celebró misa en la plaza, aun con fiebre, virus y tos.
Bergoglio deja una Iglesia distinta, quizá más fragmentada. Se ganó el cariño de quienes estaban alejados de la fe o nunca habían pisado una iglesia, en contraste con los católicos que se formaron bajo figuras más tradicionales como Juan Pablo II o Benedicto XVI.
“Veo claramente que lo que más necesita la Iglesia hoy (dijo en 2013 en su primera entrevista) es la capacidad de sanar las heridas y reconfortar los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña después de una batalla. ¡Es inútil preguntarle a un herido grave si tiene el colesterol y el azúcar altos! Hay que sanar sus heridas. Luego podemos hablar de todo lo demás. Sanar las heridas, sanar las heridas… Y debemos empezar desde abajo”, completa su semblanza ANSA.